sábado, 13 de abril de 2013

Consumo sustentable y satisfacción de vida

Si se pregunta a diferentes personas qué es para ellas, para cada una, la felicidad, podríamos sorprendernos con sus respuestas. Si bien solemos asociar la felicidad al bienestar físico, mental y espiritual, la verdad es para muchos lo que este concepto encierra es el cumplimiento de sus planes y de sus metas: seré feliz cuando me titule, seré muy infeliz si no llego a casarme, etc. En las últimas décadas del siglo pasado, cuando el consumismo aplastante de un mundo ya globalizadamente capitalista dictaba los estilos de vida, diferentes investigadores sociales y organismos (de esos que siempre están al pendiente del avance y bienestar humano) se dieron a la tarea de aplicar las primeras encuestas acerca de este ritmo trepidante, obteniendo resultados poco sorpresivos. El consumo estaba, efectivamente, siendo muy sobrevalorado. Se popularizaron nuevos términos para describir tales fenómenos. Obsolescencia programada pareció ser el favorito. Esa compulsión aparentemente programada por un largo brazo ejecutor (representado por el tío Sam, por ejemplo) para que los mortales comunes, esos que somos todos los que no estamos al frente del gobierno de un país o de una iglesia o de una corporación multinacional, consumamos hasta un nivel de desvarío. Cosas inútiles. Cosas prontamente descompuestas (por eso cada vez hacen de peor calidad los objetos que compramos). Cosas que ni necesitamos. Obvio, para seguir comprando. Y olvidamos, entonces, cómo producir nuestros propios aditamentos. Los caseros. Los que te arreglan el cabello sin arruinártelo con químicos. Los que implican recortar algo que ya tenías para usarlo para otra cosa. Los que significan gastar menos, que duren más, pero también dedicarles nuestro tiempo y esfuerzo. Nos volvimos haraganes y falsos. Porque quien se hiciera su propia ropa no era cool. Quien reutilizara un objeto viejo daba vergüenza. Así que ahora, luego de varias décadas de estar viviendo la otra cara de la moneda, la concientización y una creciente preocupación de casi todos los sectores por las condiciones en que tenemos el planeta (luego de tantos años de “usar y tirar”), la tendencia parece haber cambiado. O al menos así lo señalan unos investigadores chinos que descubrieron, a través de encuestas, que la premisa con la que partieron en el estudio era real: la gente se siente feliz si no contamina, si aporta, si es sustentable. A los resultados de esta investigación los denominaron “felicidad sustentable”. Jing Jian Xiao y Haifeng Li preguntaron a 3,321 personas de 20 a 60 años, con escolaridad desde primaria hasta posgrado, en 14 ciudades de China, qué tan satisfechos se encontraban con sus vidas y qué estilo de vida se debería adoptar para tener felicidad. Los resultados fueron abrumadores. Una gran mayoría apuntaba que el consumo poco sustentable causaba infelicidad y, en cambio, quienes tienden a adquirir productos amigables con el ambiente manifestaron una mayor satisfacción de vida. Los autores dijeron que “el hallazgo añade evidencia a la literatura que sugiere que el comportamiento prosocial contribuye a la satisfacción”. Esta investigación resulta enormemente reveladora si consideramos que China es un país que ha entrado a las más altas tasas de consumo en el mundo y sus niveles de comercialización lideran el mundo de los negocios en el ámbito internacional. ¿Quiere decir, acaso, que el chino siente nostalgia por el socialismo, pues es parte muy arraigada de su cultura? O, más universalmente hablando, ¿los humanos nos sentimos apremiados cuando se nos dirige hacia un sistema de consumo que no nos hace felices?

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